Técnicas de represión emocional: el frasco de la calma

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Técnicas de represión emocional: el frasco de la calma by Laura Perales Bermejo is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

Los adultos necesitamos soluciones mágicas. Si además sirven para mantener los fantasmas de lo vivido encerrados bajo varios candados, mejor que mejor. Contactar con lo que hay ahí debajo es demasiado doloroso. El problema es que las soluciones mágicas no existen, que vivimos en una sociedad donde es imposible criar saludablemente, que erramos el foco constantemente, lo cual, paradójicamente, nos dificulta mucho el camino.

Esto ocurre claramente con los temas que más nos remueven en los niños: conflictos, rabia, tristeza y miedo. Nosotros no hemos vivido la expresión saludable de todas las emociones, ya que algunas han sido consideradas “negativas” y nos han dado el mensaje, en momentos de desarrollo cerebral y emocional, de que manifestando determinadas emociones nos rechazaban. Igual ocurre cuando hemos intentado defender nuestro espacio de pequeños, ya sea en forma de un juguete que queríamos, un beso que no nos apetecía recibir, o una defensa legítima ante una agresión adulta. Se nos ha ido machacando esa capacidad natural para la defensa y el contacto con uno mismo, para pasar a convertirnos en una sombra de lo que deberíamos ser.  Un machaque en el que no podemos tocar, no podemos movernos, no podemos correr, no podemos jugar, no podemos vivir, no podemos ser. Y, por otro lado, tenemos que comer ya, tenemos que levantarnos, tenemos que vestirnos, tenemos que hacer los deberes, tenemos que perder toda iniciativa para obedecer a la autoridad. Días, semanas, meses, años, de no, no, NO, y de haz, haz, HAZ.

Esta tremenda tensión acumulada aparece en multitud de formas, incluyendo las expresiones de rabia. Porque la rabia de los niños no surge únicamente por cosas que les ocurren en el momento (siendo algo normal y saludable). La rabia de los niños es una llamada de socorro, un estallido, un darse cuenta de lo que hay y lo que les espera en esta vida. Les castramos constantemente y pretendemos que ellos nos den las gracias.

Así, crecemos. Interiorizamos que hay emociones positivas y negativas. La culpa por sentir emociones, algo que es del todo incontrolable y desde luego exento de toda culpa. La necesidad de controlarnos, de seguir acorazándonos para no sentir el rechazo de los demás, ni sentir lo que bulle en nuestro interior. Nos enseñan a desconectar de nosotros mismos, y lo hacemos para sobrevivir. Acabamos creyendonos la represión y reprimiendonos nosotros mismos, hay emociones que no deben aparecer. Algunos se rinden, se resignan, dejan de estar ahí, ocupan un cascarón lleno de dolor. Otros, se rebelan, sufren más embestidas, intentan respirar, aunque la mayoría se acaba ahogando. De este modo, llegamos a la edad adulta rotos. Una persona rota, al verse expuesta a lo que le fue doloroso, lo evita. Y somos padres. Nuestros hijos están en la misma trampa que estuvimos nosotros. Su grito de rabia surge y a nosotros nos resulta insoportable, porque seguimos en el mismo círculo del que creíamos haber escapado tragándonos lo que sentíamos, que, lejos de desaparecer, está ahí, acumulado, magnificado.

Erramos el foco, y nos centramos en que nuestro hijo deje de sentir esa rabia. Porque ese es el modo en que hemos vivido, que hemos interiorizado, que nos han enseñado: hay que evitar, huir. No sabemos lo que es estar en contacto con uno mismo, dejarse sentir y expresar lo que uno siente. Entonces, surgen los gurús y las soluciones mágicas, porque también nos han enseñado que nosotros no somos capaces por nosotros mismos, a fuerza de vivir esa falacia una y otra vez.

Puede que llevemos a cabo una crianza “normal”, es decir, habitual (que no saludable), consistente en premios, castigos, amenazas, cachetes “educativos”, rincones de pensar, etc. Prácticas muy dañinas, de represión directa. Pero también puede que no queramos ser unos padres autoritarios, y que acabemos utilizando herramientas represivas sutiles bajo el disfraz del respeto al niño.

Las “alternativas al castigo”, las “consecuencias”, la “disciplina positiva”, la “educación emocional”,  la “mesa de la paz”, el “frasco de la calma”, etc. Las palabras bonitas y “respetuosas” no quitan que la represión sea represión. Al final, los adultos estamos tan mal que siempre necesitamos añadir un elemento de control para marcar territorio.

En concreto, quiero centrarme en el frasco de la calma, que tanto furor crea estos días bajo ese disfraz respetuoso. Se trata de un frasco de cristal relleno de agua, pegamento y purpurina, que se ofrece al niño cuando tiene una rabieta. Se presenta con la etiqueta Montessori, y como pasa con tantas otras cosas (incluyendo la mesa de la paz, aunque esta al menos se usa en las escuelas Montessori) no lo es. Si María Montessori levantase la cabeza…

Me centro en el frasco de la calma porque representa muy bien lo que explicaba al principio: esa necesidad adulta de evitar lo que a nosotros nos activa el dolor vivido. Esa desconexión con nuestros hijos, porque nos han forzado a desconectarnos primeramente de nosotros mismos cuando teníamos su edad.

Este artefacto no sólo puede acabar estallado en nuestra cabeza en un ataque de rabia legítimo de nuestro hijo. Es que es una auténtica falta de respeto. Si mi pareja me ofrece el frasco de la calma cuando yo me enfado, desde luego no me voy a calmar. Pero lo más grave es que, en los casos en los que el niño no practique el lanzamiento libre del frasco de marras y se quede prendado con el movimiento de la purpurina, está produciéndose represión emocional. Ese niño va a tragarse lo que siente. No sólo eso, puede llegar a crearse una adicción a no exteriorizar sus emociones, al igual que cuando le damos una golosina para que acabe su enfado (en este caso además interviene el azúcar). Es decir, con suerte, en la edad adulta, acabará en algún buen psicólogo.

Se nos ha olvidado que los niños hablan el lenguaje del juego, que no entienden nuestras prisas, que a lo mejor hasta son muy pequeños para entender explicaciones. Se nos ha olvidado que tanto niños como adultos lo que necesitamos es que nos escuchen, que nos muestren apoyo y amor incondicional. Se nos ha olvidado que la rabia es legítima. Se nos ha olvidado mirarles a los ojos, dejar de verles como enemigos, agacharnos, jugar, tirarnos al suelo. Protegerles cuando haga falta, sí, pero sin necesidad de marcar territorio ni de quedar por encima de nadie. Porque no hemos vivido ese patrón. Y ellos lo necesitan.

No se trata de ser perfectos, nadie lo es. Vivimos en una sociedad tan alejada de lo que necesitamos como especie, que las primeras víctimas somos las madres, sin apoyo, sin tribu. Y de aquellos polvos vienen estos lodos, las siguientes víctimas son los hijos. Se trata de hacer lo que podamos, con la información en la mano, sin culpabilizarnos cuando nos salga otra cosa que no queríamos que saliese. Pero dejando de poner el foco del problema en el niño, que lo que hace es pedir ayuda a gritos o tener conductas normales propias de su edad. Ni las madres ni los niños, falla la sociedad patriarcal. Es preferible aceptar nuestras limitaciones que colocar el problema en ellos y además utilizar técnicas, aunque sean sutiles, de represión, sólo para autoconvencernos de que les criamos con respeto. El camino es difícil, pero es mejor compartir las piedras del mismo que ir tirándoselas a nuestro hijo que va detrás, ya sea con saña o “desde el respeto”. Dejémonos de inventos y de soluciones mágicas, lo único que necesitan es nuestra presencia, nuestro contacto, nuestro estar.

Laura Perales Bermejo. Psicóloga y madre.