Sobre la guía de trastornos del comportamiento de niños y adolescentes del Hospital Niño Jesús

Hace unos días operaban a mi hijo pequeño. Lo que vi dentro de la zona de recuperación de la anestesia, donde me encontraba con él mientras se despertaba, me dejó abatida. Había profesionales empáticos y cariñosos con los niños y las familias (nosotros tuvimos suerte), pero también había otros que trataban mal a niños pequeños que acababan de vivir una situación en la que necesitaban todo lo contrario. Eso me hizo escribir una reflexión sobre qué llevaba a ciertas personas a elegir trabajar con niños cuando evidentemente ni les gustan, ni están preparados para ello (no sólo hace falta formarse en medicina, es necesaria una mínima empatía).

Justo cuando estaba descansando con mi bebé, recuperándonos de aquella tormenta, llega a mis manos “Trastornos del comportamiento de niños y adolescentes. Guía práctica para padres”, publicada por el Hospital Niño Jesús en estos días. Buena muestra de lo que comentaba anteriormente, con algunos consejos para familias basados en opiniones, prejuicios, sin base científica alguna. Una guía que presenta como necesarias algunas medidas que la ciencia nos dice desde hace ya tiempo que son tremendamente perjudiciales para los niños.

Hoy escribo esto con desazón, no sólo porque lo escrito en dicha guía va a llegar a infinidad de familias formando parte del colosal bombardeo de desinformación que reciben, contribuyendo a que al final hagan lo que no quieren hacer sólo porque una figura de “autoridad” les ha dicho que es por el bien de su hijo (aquí, como de costumbre, brilla por su ausencia la responsabilidad de estas figuras, que deberían ofrecer información contrastada, no consejos infundados basados en lo que piensan). La desazón viene también de lo de siempre: quienes publican este despropósito de guía deberían ser quienes ofrezcan fuentes, evidencia científica que corrobore lo que aconsejan. No lo hacen sencillamente porque no existe. Pero se da por hecho que al publicarse desde donde se publica es veraz. En cambio, muchísimos profesionales entre los que me incluyo, gente responsable, que se nutre de fuentes científicas, que se actualiza, que investiga, que tiene una base sólida de conocimientos lejana a la interpretación personal, somos los que estamos contestando aportando bibliografía, estudios, fuentes fidedignas que demuestran que lo dicho en esta guía es completamente falso y además es dañino para los niños. Y no tendríamos por qué hacerlo. Son quienes publican la guía los que deberían aportar todo eso. Como de costumbre, se da la vuelta a la tortilla y encima parece que nos tuviésemos que justificar. Exijamos las fuentes (fiables, no es válida una fuente que a su vez es inventada, como cierto libro para “aprender a dormir” que no quiero nombrar en el que se basan muchas de las recomendaciones y que también carece de bibliografía). Espero que las familias que lean la guía tengan esto en cuenta.

Pero bueno, tristemente es necesario ofrecer esta información contrastada que mencionaba. Estoy con mi pequeño convaleciente, escribiendo cuando duerme, con una sola mano. Creo que si yo puedo hacer esto, de modo desinteresado y voluntario, los autores de la guía podrían documentarse sin problema. Afortunadamente tengo mucho trabajo hecho, citaré partes de mi libro “Criar. Un viaje desde el embarazo a la adolescencia”. Quiero centrarme en las dos cosas de la guía que contienen consejos perjudiciales (hay otras cosas que están bien), la parte en la que habla de rabietas y la que habla sobre trastornos del sueño.

Rabietas:

La guía comienza con una imagen de portada que eligen como representativa de “trastorno”. Un niño llorando en el suelo. Puede estar llorando porque no le dejamos hacer algo que no se puede hacer, por ejemplo por ser peligroso, pero eso no implica que no podamos empatizar y tratarle con humanidad y respeto. Se supone que nosotros somos los adultos, quienes le protegemos y cuidamos. Un ser querido que nos necesita, llorando ahí tirado, y los adultos que le ignoramos lo clasificamos como “trastorno”. De hecho, en la guía ofrecen como consejo para las “rabietas” ignorarlas, observar desde lejos, marcharse, dejarle claro al niño que así no consigue lo que quiere, premiarle cuando pide algo sin rabieta (luego dicen lo contrario, que nunca les sobornemos para que no tengan rabietas).

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Cito de mi libro:

Desde el primer año hasta aproximadamente el tercero, el cerebro medio (mamífero, emocional, límbico) es el protagonista. El niño aún no tiene desarrollada la zona cortical, el cerebro superior, lo que nos permite razonar, entender que el otro es otra persona, lo que nos permite entender lo que piensa el otro. Por eso las emociones infantiles son mucho más intensas, puras, no fingidas. Esto tiene dos consecuencias: la primera es la imposibilidad física de manipular, por desarrollo cerebral. No nos está manipulando para conseguir algo cuando tiene una rabieta, simplemente expresa lo que siente. La segunda es que en esta etapa se están formando conexiones neuronales que van a determinar nuestra emocionalidad de por vida. Éste es el motivo por el que los adultos sentimos rechazo ante la rabia de los niños. Ya hemos asociado la rabia con el rechazo, con el “si te enfadas no te quiero, te ignoro, te castigo, te grito”. Por lo tanto, nos centramos en evitar la rabia del niño a toda costa, incluso ofreciéndole chucherías a cambio (pudiendo crear una adicción a no expresar sus emociones, con los daños psicológicos que conlleva). Las emociones deben expresarse. Algunas veces, hay cosas que no se pueden hacer, cosas que les ponen en peligro o no son saludables. Pero si nuestro hijo se enfada, su enfado es legítimo y debe ser expresado y acompañado con respeto y cercanía por nuestra parte, aunque a veces siga sin poder hacer lo que ha provocado el enfado. En esos momentos, en los que ofrecemos algo a cambio estamos pensando, sin darnos ni cuenta, en que nosotros no soportamos la rabia, sin pensar en lo más importante: el desarrollo del niño. Además, la historia previa del niño importa. Si carga con tensión acumulada en etapas anteriores, la necesidad de descarga será mayor. El tipo de apego y la relación con sus padres también va a marcar esto. En un estudio realizado por Steele et al. en 2001, se contrasta como un apego seguro previo está relacionado con una mayor comprensión de las emociones en niños de seis años. Evidentemente, si ellos han recibido afecto y comprensión, acompañamiento emocional, pueden entender mejor sus emociones y las de los demás. (…)

(…)Si dejamos de centrarnos en evitar la rabia y nos centramos en lo que hacemos nosotros cuando el niño se enfada, el objetivo está cumplido. Centrarnos, como de costumbre, en calmarles, no nos va a ayudar (ni a ellos). La pregunta es, ¿cómo me gustaría que me tratasen a mí? Si me enfado, ¿no me gustaría que me escuchasen, empatizasen conmigo o no me abandonasen? Si, por ejemplo, mi pareja reacciona ante mi enfado diciéndome que no me hace caso hasta que me calme, o me ignora, o me manda a “pensar” a una esquina ¿cómo me siento? ¿Acaso me calmo? Más bien siento que algo se rompe dentro de mí, y la rabia incluso crece. Cuanto más si hablamos de un niño, con una relación vincular con sus padres, en pleno desarrollo emocional. El niño necesita que estemos a su lado, que verbalicemos lo que siente, que le acompañemos. Incondicionalmente. Que el mensaje que se grabe en su psique no sea el de “cuando me enfado no me quieren”. Lo que me gustaría que me hiciesen a mí cuando me enfado es que me escuchasen y me respetasen. Que permanezcan a mi lado o, a veces, que me dejen solo si es lo que pido, pero sin romper el contacto, permaneciendo conmigo en la distancia también. Éste es el objetivo cuando mi hijo se enfada: conseguir darle lo que necesita en ese momento de modo incondicional, no que finalice su enfado, siendo éste el error más común. Dejemos de enfocarnos en eso. Su rabia es legítima. Los métodos para reprimir esa rabia lo único que consiguen es extinguir su expresión, sin que desaparezca, favoreciendo que el niño vaya siendo presa de la trampa en la que no expresa lo que siente para no ser rechazado por sus padres. Trampa que le acompañará de por vida, consigo mismo y con otras personas. La red neuronal involucrada en el procesamiento emocional incluye estructuras como el tronco cerebral, hipotálamo, prosencéfalo basal, amígdala, corteza prefrontal ventromedial y la corteza cíngulada (Damasio, 1994; Lane et al., 1997). En la corteza orbitofrontal convergen emociones y cognición. Recordemos los estudios de Allan Schore mencionados en el capítulo de apego, cómo es necesaria la corregulación y la sincronización emocional para un desarrollo cerebral correcto, así como ese vacío dopaminérgico que podía generar adicciones en la edad adulta. Los niños necesitan que no rechacemos sus emociones y que estemos a su lado.

En un estudio realizado por Susanne A. Denham, publicado en 1993, vemos cómo el modo en que los adultos (menciona a la madre porque la muestra era de madres nada más) reaccionamos a sus emociones va a condicionar al niño. En concreto, cito: “La capacidad de respuesta materna a la tristeza infantil, la ira, el miedo y la neutralidad predijeron las dimensiones de la competencia social y emocional de los niños.” La empatía de las madres con sus hijos cablea su emocionalidad y sus relaciones sociales. Es en la amígdala (ligada a procesos de aprendizaje y memoria) donde se crea una memoria emocional que nos condiciona para siempre. Esta estructura cerebral se ocupa de procesar y expresar las emociones, sin que medie el razonamiento (por mucho que los adultos nos empeñemos en ello) en edades en las que todavía no estamos en eso. De hecho, lo que va a ocurrir es que, en función de cómo se cree está memoria emocional amigdalar, de si he vivido represión y por tanto mi ansiedad ha crecido o si he vivido esa necesaria corregulación de la comprensión, el acompañamiento y la falta de rechazo, cuando seamos adultos va a desbordarnos también, por mucho que ya tengamos más que de sobra desarrollada la parte racional. Es decir: si ante mis emociones en este periodo de desarrollo clave yo vivo rechazo de mis seres queridos, de adulto seré incapaz de calmarme y razonar, arrastrándome la rabia. Si, en cambio, cuando me he enfadado me han acompañado y querido, de adulto tendré una emocionalidad saludable y me será más fácil encontrar esa calma de modo natural, no impuesto (como nos dicta la sociedad). Esa amígdala que nos hace revivir la rabia asociada al rechazo es lo que nos hace perder los papeles. Si nos han tratado mal, se activa el recuerdo y la reacción corporal defensiva (coraza). Volvemos a vivir el rechazo de nuestros padres. Si no nos han cuidado, ¿cómo podemos acompañar y cuidar? Este recuerdo fijado en la amígdala se activa en cualquier situación que nos recuerde mínimamente lo vivido entonces, como por ejemplo ante una pelea con nuestra pareja, donde puede aparecer la “defensa ante el peligro”. La amígdala toma el control del cerebro superior, segregamos dosis masivas de noradrenalina para estimular los sentidos y pasar a un estado de alerta. Lo involuntario controla la voluntad, que es exactamente lo que nos ocurre cuando nuestros hijos se enfadan y nosotros entramos en ese estado, rechazándoles. Cuanto menos reprimamos su expresión emocional, menos condicionados estarán por esto, pudiendo racionalizar en su momento.

El neurocientífico Joseph Ledoux, uno de los más reconocidos investigadores sobre las emociones y lo que ocurre en nuestro cerebro, habla sobre cómo esta memoria emocional amigdalar nos condiciona:

 

 

“Imagina conducir por la carretera y tener un accidente. Te golpeas la cabeza con el volante y la bocina se queda atascada. Estás sangrando y duele. Es horrible. Algún tiempo después, escuchas el sonido de una bocina. El sonido va a tu amígdala y activa tu sistema nervioso autónomo (elevando la presión arterial y ritmo cardíaco, haciéndolo sudar), tensa los músculos de tu cuerpo, libera hormonas del estrés en tu sangre, y así sucesivamente. El sonido también va al sistema del lóbulo temporal y le recuerda el accidente, con quién estabas y hacia dónde te dirigías. También te recuerda que fue horrible. (…) (…) Las oficinas de psicólogos están llenas de personas que básicamente tratan de cuidar y alterar los recuerdos emocionales, deshacerse de ellos, mantenerlos bajo control. En todo caso, la memoria emocional es más básica que la memoria consciente explícita. Por ejemplo, tiene lugar a una edad más temprana. Es concebible, y de hecho parece muy probable, que un niño pueda ser abusado muy temprano en la vida y desarrolle recuerdos emocionales inconscientes a través de la amígdala antes del punto en que el sistema de memoria del lóbulo temporal funcione. Si eso pasa, entonces se están formado cosas que nunca se entenderán conscientemente, porque el sistema que media la memoria consciente no está disponible para codificar la experiencia y, por lo tanto, nunca puede recuperarla. Necesitamos comprender cómo se forman los recuerdos emocionales inconscientes, no sólo porque ocurren en la primera infancia, sino porque los recuerdos emocionales se crean a lo largo de nuestras vidas. Y parece que estos recuerdos son indelebles. (…) (…) En el uso diario, el término memoria generalmente se refiere a la memoria consciente, pero como científicos usamos el término en un sentido más general para referirnos a cambios en el sistema nervioso que reflejan experiencias pasadas. Según esta definición, podemos ver todo tipo de recuerdos que no tienen una contraparte consciente. Esta es la idea de recuerdos implícitos o de procedimientos que se encuentran en los sistemas del cerebro, pero que no se reflejan en la conciencia. Hay un caso famoso de los primeros días de este siglo que ilustra bellamente este punto. Una paciente tuvo una amnesia bastante severa. Cada día tenía que ser presentada a su médico, ya que no lo reconocía. Un día, el médico le puso una tachuela en la mano, y él entró y le estrechó la mano. Cuando sus manos se encontraron, su dedo fue pinchado. Luego salió de la habitación, volvió a entrar y le preguntó si alguna vez lo había visto antes. Ella dijo que no. Pero cuando extendió su mano para sacudirla, ella se contuvo. Aunque no sabemos realmente lo que estaba pasando en su cerebro, parece probable que el recuerdo implícito de que el apretón de manos era peligroso se grabara en su amígdala, y eso le permitió protegerse para no volver a estancarse. Ella lo sabía implícitamente, pero no podía recordar la experiencia que lo condujo. La amígdala estaba formando sus recuerdos, pero el sistema de memoria del lóbulo temporal no.”

 

 

Esta memoria amigdalar no sólo va a condicionar estos momentos difíciles con nuestros hijos, sino que tiene que ver con el sistema de cuidado de nuestro cerebro. Es decir, va a influir en cosas como que podamos desarrollar una depresión postparto o no (entre otros factores) o en la calidad de cuidado que podamos darle a nuestros hijos (si nos dejan). Llegados a este punto no puedo evitar señalar cómo este sistema de cuidado queda atrofiado por la falta de contacto recibida en la infancia y esta memoria emocional, y para ello no hay más que ver cómo trata nuestra sociedad a los niños, a los ancianos y a las personas dependientes. (…)

(…)También la conexión interhemisférica que va a darse sobre los cuatro meses deja su impronta: la corregulación previa con las figuras de apego, el que hayamos estado y estemos proporcionándoles seguridad y comprensión, va a influir en el desarrollo de dicha conexión. La activación del hemisferio derecho va a asociarse a malestar, mientras que la del izquierdo tendrá que ver con sentirse mejor. Si estos hemisferios trabajan unidos y el derecho puede ser modulado por el izquierdo, gracias a que hemos permanecido al lado del niño sin rechazarle, el niño irá adquiriendo la capacidad natural (no forzada) de autocalmarse y sentirse mejor (Cicchetti et al.).

Además, este desarrollo del cerebro medio (límbico) a estas edades va a tener que ver con la capacidad de confiar en nosotros mismos o en los demás (función que lleva a cabo el paleolímbico) o que la motivación que nos mueva sea intrínseca (por uno mismo) o extrínseca (por lo que piensen los demás), lo cual depende del neolímbico. La conexión entre emoción y cognición va a ser importantísima, configurando lo que en psicología llamamos “insight” o capacidad de contacto con lo que uno siente, básico para aproximarnos a la salud mental.

Por lo tanto, cuando un niño se enfada, necesita que sus padres le acompañen. En un estudio llevado a cabo por Pamela M. Cole et al., publicado en 2009 en Social Development, vemos cómo los niños necesitan la empatía y acompañamiento de los adultos para que se produzca la corregulación emocional previa a la autorregulación, reaccionando de modo diferente a la frustración si se les dejaba solos.

Así, vemos que las recomendaciones incluidas en la guía no sólo no son lo que el niño necesita, sino que le hacen daño. Están basadas únicamente en el rechazo que a los adultos nos genera la expresión de su rabia o tristeza, precisamente porque nuestra memoria emocional amigdalar ya está afectada por lo que vivimos en nuestra infancia.

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Trastornos del sueño:

En la guía se presenta como trastorno del sueño (además sin decir si hablamos de bebés o niños) la dificultad para dormirse solo, lo cual sabemos que no sólo no es un trastorno, sino que es una necesidad básica (dormir acompañado de sus figuras de apego). Es más, se indica que esto se produce (desconocemos en base a que fuentes) por hábitos incorrectos en el segundo o tercer semestre de vida. Es decir, aquí si especifican edad y es tremendamente grave, ya que se aconseja a las familias que no acunen a su bebé, que no le duerman en brazos, que no se interprete el despertar como sed, hambre o miedo (no quiero ni pensar en si a algún niño le pasa algo por la noche y sus padres, por lo leido en esta guía, no acuden), que si se despierta ni le cojas ni le alimentes, que se acostumbrará a ello, que si te llama no cedas (o que si entras ni le mires, ni le hables, ni le toques), que el niño se inventa cosas y manipula, que si llora desesperadamente le dejés encerrado solo haciendolo, que si vomita (lo cual se sabe que ocurre por la combinación de neurohormonas generadas por el miedo y los opiaceos que genera en cuerpo para compensar. Es decir, tu hijo está aterrorizado) es por “enfado”, o recomiendan métodos para “aprender a dormir” que no quiero nombrar (ellos tampoco lo hacen, pero son las mismas indicaciones) carentes de toda base y sin evidencia que los respalde, es más, sin evidencia de que no causen daño al niño y con montañas de evidencia que demuestra que no son nada recomendables.

Estas recomendaciones, como decía, son especialmente graves, ya que está más que contrastada la necesidad vital de contacto de los bebés, de cercanía con su figura de apego, su incapacidad física para manipular o engañar hasta que su cerebro, ya con años, llegue a un nivel madurativo que lo permita, la necesidad de corregulación con el adulto en lo emocional, en lo físico (termorregulación, respiración, patrones de sueño, etc). Miles de familias pueden estar aplicando los consejos infundados que se dan sobre este tema en esta guía dañando sin saberlo a sus bebés. Hablo de cosas graves que ocurren en edades en las que no contamos con defensas cerebrales y que quedan grabadas posiblemente de por vida. Desequilibrios del sistema nervioso, predisposición a la ansiedad, a la depresión, indefensión aprendida, trastornos del apego (con todo lo que esto implica), etc.

Cito de mi libro:

Aproximadamente hasta el final de este primer año, lo que va a predominar en el niño es el cerebro primitivo, también llamado cerebro reptiliano. Todavía faltan años para que el resto de cerebros rindan con plenitud, por lo que los traumas vividos no van a encontrar la resistencia de la parte cortical (correspondiente al cerebro superior) y van a dañar más profundamente. Cuanto más pequeño es un niño, más daño puede sufrir, pero del mismo modo, también es más plástico y es más fácil de equilibrar. Estos daños pueden quedar reflejados de modo vegetativo, en el sistema nervioso, muy profundamente. Si tenemos en cuenta que este cerebro se ocupa del instinto, de lo involuntario, podemos ver la importancia de este periodo. Cuántas conductas automáticas pueden quedar determinadas a estas edades. El miedo puede ser lo que domine nuestras vidas si la carencia ha sido establecida en estos primeros momentos. Entre otras cosas, el miedo a vincularse, porque cuando nos hemos intentado vincular, hemos sufrido rechazo y dolor. Por lo tanto, ahora, buscamos incansablemente ese vínculo, para luego apartarnos rápidamente ante cualquier signo de él. Hemos interiorizado que no podemos confiar y nos quedamos atrapados en esta ilusión en edades en las que ya no nos sería necesaria la protección adulta. Esto puede ocurrir durante este primer año y en los años posteriores, especialmente hasta los tres años. (…)

(…)Volviendo al cerebro del bebé menor de un año, ese cerebro es instintivo, primitivo, y por tanto, debemos tener en cuenta su incapacidad de llevar a cabo operaciones cognitivas de tipo superior (de las que se encarga el cerebro superior, la zona cortical), tales como engañar, manipular, empatizar, ser capaz de entender lo que piensa otra persona o ponerse en su lugar. Cuando hablamos de cerebro primitivo, nos referimos al funcionamiento básico, de puro instinto, de supervivencia. Esto es lo que es un bebé. No es hasta, aproximadamente, los tres años de vida cuando comienza a entrar en acción el cerebro superior y con él, siempre de modo gradual, estas capacidades. Antes de ello, hemos pasado por el cerebro medio, entre el año y los tres años, que es el cerebro emocional, del que hablaremos en otro capítulo. Por este motivo, un bebé es incapaz de manipularnos. Por mucho que la sociedad nos presione con consejos en este sentido, es físicamente imposible que lo haga. No existen, por tanto, bebés manipuladores, existen adultos desinformados.

Este funcionamiento cerebral básico trae de la mano las llamadas conductas de apego, instintivas, destinadas a mantener la cercanía de la figura de apego para sobrevivir. Recalco de nuevo que es muy diferente que algo sea instintivo a que sea intencional o premeditado. Entre ellas, podemos encontrar el llanto, la sonrisa, la mirada, el desplazamiento, la succión del pecho, los despertares nocturnos, etc. Un bebé no puede razonar. No sabe que estamos en el siglo XXI, que está en una cuna dentro de su casa. Sólo sabe, de forma instintiva, que separado de su madre morirá. Para él, seguimos viviendo en las cavernas. Somos sólo una pequeña mancha en la evolución del ser humano. Estas conductas de apego son más intensas por la noche (cuando nuestro instinto dicta que peligra más nuestra supervivencia) y muestran varios picos durante el desarrollo del niño. Un bebé, que es puro instinto, va a manifestarlas claramente, ya que es su única vía de supervivencia y comunicación. (…)

(…) Este periodo primal, también llamado sensible, es de vital importancia para el desarrollo cerebral. Venimos preparados biológicamente para que ocurran una serie de cosas o al menos se aproximen. Cuando no suceden o incluso aparecen conductas contrarias, en el cerebro del bebé hay consecuencias. Citando al psicólogo Felipe Lecannelier:

 

“El período temprano del desarrollo (desde el embarazo hasta el segundo año) es lo que se conoce como un “período sensible” o “período crítico”. Esto significa que es un período en donde es crítica (vital) la presencia de ciertos elementos (y estímulos) para un adecuado desarrollo del organismo. Del mismo modo, el cerebro experimenta un acelerado y estructurado crecimiento durante este período sensible. Este crecimiento es dependiente de un determinado número de factores biológicos (nutrientes, programación genética), pero también es “dependiente de la experiencia”. Esta dependencia de la experiencia característica del desarrollo cerebral temprano implica que el “ambiente experimentado” del individuo actúa como un gatillador de selección neuronal (Edelman, 1989) que va seleccionando los grupos neuronales y conexiones que mejor calcen con las necesidades ambientales. Es decir, que la organización cerebral humana no solo necesita del ambiente para su desarrollo y organización, sino que está diseñada para adaptarse a ese ambiente (Schore, 2001 a; Edelman, 1993; Damasio, 1999). Por lo tanto, el cerebro más que ser un órgano meramente biológico es mejor comprendido si se lo considera como un órgano bio-psico-social. Pero más importante aún, el ambiente que necesita y al que se debe adaptar el cerebro en este período sensible es, nada más y nada menos, que el contexto de las relaciones afectivas continuadas y coherentes con un número limitado de cuidadores. Es decir, un “contexto de apego”. Entonces, apego y cerebro se convierten en dos procesos absolutamente codependientes, no pudiendo el uno desarrollarse sin el otro.

Para Allan Schore (y actualmente para muchos otros) la teoría del apego es una “teoría de la regulación” (Schore, 2001 a,b; Sroufe, 1996; Thompson, 1994; Cassidy, 1994 y otros), Esto implica que durante el encuentro afectivo entre la madre y su bebé, la primera regula de un modo inconsciente e intuitivo una serie de activaciones fisiológicas y emocionales del segúndo. Estos encuentros reguladores empiezan a desarrollar en el infante un conjunto de habilidades y mecanismos para enfrentar/regular el estrés, las emociones, las situaciones novedosas (impredecibles), el aprendizaje y los estados mentales, en épocas posteriores (Schore, 2002 a). Pero más aún, dado que son los sistemas cerebrales los principales responsables de esta capacidad de enfrentamiento, se puede postular entonces que la madre modela y modula con sus acciones de cuidado el cerebro del bebé.

En un sentido más específico, estas funciones reguladoras tan críticas para el desarrollo de las competencias de enfrentamiento del bebé son mediadas por ciertos sistemas o ejes cerebrales: el eje simpático-adrenomodular responsable de la regulación del Factor Liberador de Corticotropina (CFR) que facilita la acción del sistema simpático a través de las catecolamina; el eje hipotalámico-pituitario-adrenérgico, que es el encargado de regular la respuesta del estrés a través de la secreción de cortisol (la llamada “hormona del estrés”), y que inhibe y apaga el sistema simpático; los circuitos del sistema límbico encargados de una serie de funciones reguladoras, tales como el procesamiento emocional facial, la evaluación emocional inmediata de situaciones estresantes o de peligro, la activación y regulación de emociones, y otras. Como se verá posteriormente en la regulación cerebral vincular intervienen también algunas áreas cerebrales, tales como la corteza orbitofrontal y el hemisferio derecho (…). (…) Los encuentros sincrónicos entre madre y bebé aumentan la coherencia del cerebro derecho, materializada en un aumento de las conexiones entre áreas corticales de alto y bajo orden, posibilitando que el hemisferio derecho funcione y se organice de un modo más autorregulado (más integrado como un todo) (Schore, 2002 b). El estímulo visual y auditivo proveniente de la madre, expresado en risas, sonrisas, juegos y miradas hacia el bebé, permite esta mayor integración del hemisferio derecho del bebé. De un modo más específico, las consecuencias positivas para el cerebro del bebé al experimentar esta sincronía y ritimicidad afectiva y comunicativa con su madre (aparte de esta función general de integración hemisférica derecha) son:

– La interacción afectiva de la madre activa neuronas dopaminérgicas en la formación reticular, promoviendo estados motivacionales, conductas de orientación y exploratorias.

– La interacción cara a cara entre la madre y el bebé induce la producción de neurotrofinas (nutrientes para el cerebro) generando la creación de sinapsis, plasticidad sináptica y desarrollo de la corteza.

– El contacto íntimo entre madre y bebé activa los sistemas opiáceos (endorfinas) que así mismo estimulan la conducta lúdica en ambas partes de la díada. De más está decir que en estos encuentros afectivos recíprocos, el cerebro de la madre también se ve alterado en su dinámica, a través del aumento de la secreción de las beta endorfinas que se piensa estimulan la conducta lúdica, y de un mayor crecimiento dendrítico (…). (…)

En condiciones de un apego temprano óptimo, los sistemas de regulación del cerebro derecho (corteza orbitofrontal especialmente) son capaces de modular, bajo eventos de estrés, un patrón dinámico de equilibrio entre el sistema simpático (activación) y el parasimpático (de inhibición o desactivación). Este patrón dinámico de equilibrio implica que cuando un sistema se activa, el otro se desactiva. Es decir, que un organismo que posee un equilibrio de estos sistemas responde de un modo alerta y adaptativo a un estresor determinado (activando el simpático), y cuando el contexto es evaluado como “fuera de peligro”, el sistema parasimpático actúa relajando el organismo. Las relaciones de apego tempranas regulan este equilibrio dinámico a través del hemisferio derecho, y más específicamente de la corteza orbitofrontal. Pero más aún, se postula que esta corteza almacena un modelo mental de las relaciones de apego (lo que se verá posteriormente en el capítulo dedicado a la teoría del apego) que determina las estrategias que los individuos desarrollan para regular sus emociones (por ejemplo, evitar las situaciones dolorosas).” (…)

 

(…) La especie humana es una especie altricial, que quiere decir dependiente del adulto durante mucho tiempo. Ya hemos visto que además somos la especie más dependiente de todas, siendo lo que nos permitió no desaparecer la vivencia en tribu, la cooperación y el cuidado de la maternidad. Pero además, la especie humana tiene una curiosa característica: su leche es propia de una especie precocial, es decir, las que no son dependientes y pueden desplazarse, cuya leche, pese a ser el mejor alimento del mundo, tiene un valor nutricional más bajo respecto a la de las especies altriciales. Esta mezcla peculiar es lo que propicia que el bebé necesite lactar en múltiples ocasiones, de día y de noche. El tamaño del estómago del bebé también contribuye a ello, ya que es diminuto, por lo que necesita ser llenado con frecuencia. Todas estas características humanas, indiscutibles, biológicas, no teóricas sino palpables, son las que, entre otras cosas, invalidan las teorías sobre enseñar a dormir a los bebés y los métodos que de ellas se nutren, con el consiguiente lucro de los fabricantes de leche artificial. Más adelante hablare de estos métodos carentes de toda ética y base científica. En el estudio realizado en 1972 por F. R. Volkmar y W. T. Greenough, se muestra cómo el ambiente de crianza tiene efectos directos sobre el cerebro. Un ambiente rico en el ámbito sensorial y social puede incrementar la complejidad de las células cerebrales (creciendo el número de ramificaciones de las dendritas). Un bebé solo en su cuna no recibe lo que necesita. El apego es algo tremendamente importante, que se construye en estas edades tempranas (está presente toda la vida, aunque me centre más en él en este capítulo). Va a determinar nuestro modo de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. Las relaciones de pareja, laborales o sociales. Los trastornos del apego acarrean, en ocasiones, enfermedades mentales o sufrimiento. (…)

(…)Un apego saludable es un apego del tipo seguro. Hay varios tipos de apego. Seguro e inseguro, y dentro de este último, podemos encontrar el inseguro resistente o ambivalente, el inseguro evitativo y el inseguro desorganizado. La figura de apego debe mantener un comportamiento estable, predecible, que permita el acercamiento. El tipo de apego va a determinarse en función de nuestra respuesta a las citadas conductas de apego. Es decir: cuando mi bebé llora y yo lo cojo en brazos (de modo habitual, si alguna vez no puedo no pasa nada), estoy favoreciendo la formación de un apego seguro. Los tipos de apego fueron constatados en el popular “experimento de la situación extraña”, llevado a cabo por la psicóloga Mary Ainsworth. En él, con niños de un año de edad (pico de conductas de apego, cuando más fácilmente observables son), se vio qué ocurría cuando madre y niño acudían a un lugar desconocido y, tras un rato de interacción, la madre abandonaba la sala momentáneamente, dejando al niño en compañía de un extraño, para volver a los pocos minutos.

El apego inseguro ambivalente es propio de situaciones inestables, en las que la figura de apego no es predecible. Está, pero no está. Primero me quiere y al rato me odia. Impide el acercamiento mientras lo solicita. Suelen ser adultos invasivos con el juego de los niños. En el experimento de la situación extraña, estos niños reaccionaban de modo ambivalente ante el regreso de la madre, sin llegar a calmarse, o incluso agrediéndola.

El apego inseguro evitativo, el más común de los tipo de apego inseguro, se produce cuando la figura de apego no está, teniendo en cuenta que puede estar físicamente. Son personas que no atienden a sus hijos, que evitan el contacto. Lo más triste de todo esto es que muchos de estos niños acaban así debido a la desinformación, ya que sus padres creen que esta falta de contacto es lo que el niño necesita, al ser la información que reciben. En estos niños es muy común la evitación de la mirada, tal y como se aprecia en el experimento de Ainsworth, en el que además no se alteraban (aparentemente, aunque sus niveles de cortisol se disparaban) ante la salida de la madre, así como tampoco les interesaba su vuelta. Estos son los niños “buenos”, los que se “adaptan” a la guardería, los que pueden estar con cualquiera sin quejarse.

El apego inseguro desorganizado (propuesto con posterioridad) es el que se puede dar en situaciones de maltrato. Niños con patologías preescolares, con dificultades motoras, que pareciese que se mueven en un líquido denso. Estos niños, en el experimento de la situación extraña, reaccionaban con un llanto nervioso, excesivo, al producirse la salida de la madre, y, sobre todo, lo que marca la diferencia con el apego seguro es la reacción a la vuelta, iniciando acercamientos a la vez que se alejan desde la inseguridad, con temor.

El apego seguro es el que se da en un entorno predecible, con contacto, respondiendo adecuada y coherentemente a las conductas de apego del bebé. Es el que se corresponde con la salud mental. Este apego es el conocido de modo despectivo como “mamitis”. Esto, que socialmente se ve como un indicativo negativo, es justo lo que debería hacer un niño sano. Quejarse o llorar cuando su madre se va, y calmarse a su vuelta, que es justo lo que ocurría en el experimento antes citado. (…)

(…) La función del apego es de supervivencia. Mucha gente confunde apego con amor, que aunque esté implícito en el apego de tipo seguro, no es lo que lo define. Esta supervivencia está ligada estrechamente a la dependencia necesaria, saludable, de la especie humana en sus inicios, como ya vimos. El ser humano necesita esta dependencia, necesita vivirla desde la seguridad. Por mucho que nos den consejos opuestos. Por mucho que nos digan que los niños se “malacostumbran” a los brazos, que no vamos a poder sacarlos de la cama o que les estamos haciendo dependientes. Es que ya lo son, por naturaleza. Los niños no se malacostumbran a que les cojamos en brazos, sino que, si no lo hacemos, se acostumbran a la falta de contacto, que pasa factura a su psique. Es la carencia lo que produce la dependencia, en años en los que ya no toca, la búsqueda de lo que nunca se tuvo. La dependencia natural durante los primeros tres años es precisamente lo que da lugar a la independencia real, que de otro modo no se produce. Estos años de maduración cerebral necesitan ser vividos bajo la protección del adulto. No existe la famosa sobreprotección antes de esta edad. Una cosa es ser invasivo y no permitir al niño que explore o haga (siempre que sea seguro), otra “sobreprotegerle” en edades en que la protección y la dependencia son esenciales para un desarrollo saludable. La separación progresiva del cuerpo de la madre se produce durante estos tres primeros años, de manera gradual (no es igual en un bebé de meses que en un niño de dos años), para luego, igualmente de manera paulatina, dar el salto a la independencia, a lo social. (…)

(…) Entender esta imposibilidad de concebir que el otro es otro es algo básico para comprender el comportamiento del niño y no dar por hechas atribuciones de manipulación o pretender que comprendan las normas. Todo esto fue demostrado por la reconocida Teoría de la Mente (Premack y Woodruf, 1978), la cual paradójicamente estudiamos insistentemente en todas las universidades públicas, tanto en psicología como en magisterio. Sin embargo, parece que a la mayoría de los profesionales se les olvida la evidencia científica que analizaron en la carrera. El experimento de Sally y las canicas es todo un clásico en nuestras aulas universitarias. La demostración es sencilla. El niño ve cómo el experimentador representa una historia con dos muñecas: Sally, que tiene una cesta, y Anne, que tiene una caja. Sally coloca una canica en su cesta antes de salir de la habitación. Anne (cuando Sally está fuera) saca la canica de la cesta y la coloca en su caja. Cuando Sally regresa a la habitación, se le pregunta al niño: ¿dónde buscará Sally su canica? Los niños menores de 3 años (o incluso a veces de tres o cuatro años) dirán alegremente que Sally va a buscar su canica en la caja. Porque son incapaces de atribuir estados mentales al otro, de ponerse en su lugar. No ven que Sally no vio que Anne cambió la canica de lugar, sólo saben que la canica está en la caja. Los niños mayores sí son capaces de realizar este razonamiento, y dirán que Sally va a buscar su canica en la cesta, que es donde ella cree que está.

El niño menor de tres años, por tanto, es incapaz físicamente de manipular, debido al desarrollo cerebral en curso. Antes de llegar a este punto, las llamadas neuronas espejo actúan como precursoras de este entender al otro, pero tienen más que ver con la imitación. Tras esta edad, con el proceso gradual que tiene lugar hacia la comprensión de lo que piensa el otro (la Teoría de la Mente explica que hay niños que, incluso, hasta los cinco años no llegan a ese punto), el niño puede tener la capacidad de manipular, que no la predisposición, no pudiendo perder de vista que si llega a hacerlo, una vez que tenga la edad y la capacidad para ello, será por el ejemplo que ha vivido, en gran parte, del mundo adulto. Si nosotros les manipulamos, ellos lo harán.

Así que, si tu bebé llora, acude a atenderle. No pienses jamás que le haces mal. No te manipula. Puede llorar de hambre, de frío, de calor, porque le duela algo o esté enfermo, porque necesite sentir el contacto de nuestra piel o, simplemente, porque necesita descargar tensión mediante el llanto, igual que nos ocurre a los adultos. E igual que nos pasa a nosotros, necesitamos ser sostenidos, acompañados. No es lo mismo ignorar el llanto que permitirlo cuando es necesario, en brazos de mamá o papá. Intentamos acallar el llanto como sea, incluso recurriendo a ese intento de sustituto del pecho materno llamado chupete, tras el cual no hay nada. Debemos cambiar el objetivo, que no debería ser que el llanto, el enfado o el conflicto finalice como sea. Deberíamos centrarnos en lo que hacemos nosotros ante estas situaciones, en estar, acompañar. Lo mismo que me gustaría que me hiciesen a mí. Para ser capaz de amar, uno debe amarse a sí mismo, y para que esto pueda ocurrir, debe haber sido amado en estos primeros años de vida. (…)

(…) El contacto es nuestra primera necesidad básica. Lo necesitamos como el aire que respiramos. En los experimentos del psiquiatra René Spitz sobre hospitalismo quedó más que patente: se quiso probar que ocurriría si se privaba de contacto a bebés institucionalizados. Todas sus “supuestas” necesidades básicas estaban cubiertas, excepto ésa. Se les alimentaba, se les curaba, no pasaban frío, se les cambiaba el pañal…eso sí, todo se hacía sin hablarles, sin mirarles, sin cogerles, tocándoles lo menos posible. El resultado fue que aquellos bebés enfermaron gravemente, muriendo muchos de ellos. Porque lo que más necesitaban no lo tenían.

En los experimentos del psicólogo Harry Harlow con cachorros de monos Rhesus queda evidenciada que esta necesidad de contacto y seguridad es independiente de lo alimentario, como otras teorías defendían. Preferían permanecer junto a una madre artificial cálida y con pelo a la que poder abrazarse, que junto a una madre de alambre que proporcionaba alimento. Ante una amenaza los monos acudían a la madre de pelo para protegerse e incluso amenazar al elemento atacante. Los monos que no habían tenido nunca esa madre de pelo, se limitaban a encogerse en el suelo presa del miedo y la desesperación. Además, en otro experimento con Rhesus, Harlow y sus colaboradores descubren que las madres iban disminuyendo el afecto y el cuidado hacia sus crías a medida que disminuye el contacto con las mismas. Es decir, nuestra sociedad basada en la separación, a toda costa, de la díada va a favorecer no sólo que el bebé enferme, sino que en la madre vayan desapareciendo estas conductas instintivas, que se le haga más difícil el cuidado.

Necesitamos tacto y contacto. La piel es nuestro primer órgano, con reflejo en todas las zonas del cerebro. Es de vital importancia lo sensorial, la propiocepción y el equilibrio entre el sistema nervioso autónomo simpático-parasimpático, así como la correcta circulación del flujo cefalorraquídeo (por todo ello los masajes que comentaba anteriormente son una herramienta tan potente). En el experimento de Washburn vemos como las ratas que son acariciadas crecen más rápido y hay un mayor desarrollo cerebral. Michael J. Meany, profesor en la Universidad McGill, especializado en psiquiatría biológica, neurología y neurocirugía, es principalmente conocido por su investigación sobre el estrés, el cuidado materno y la expresión génica. Su equipo de investigación ha descubierto la importancia del cuidado materno en la modificación de la expresión de genes que regulan las respuestas neuroendocrinas y conductuales ante el estrés, así como el desarrollo sináptico del hipocampo. Según este investigador y su equipo, mimos, caricias y lamidas en la primera semana de vida, de una madre rata a sus recién nacidos, modulan el número de conexiones neuronales en el hipocampo, así como su predisposición al estrés, mayor en las crías que eran separadas de sus madres (aunque fuese por unas horas) o no eran tocadas. La deprivación de tacto (y contacto) tiene graves consecuencias. La privación del tacto en los monos infantiles es tan traumática que todo su sistema queda afectado, con un aumento de hormonas del estrés, de la frecuencia cardíaca, con el sistema inmune comprometido y trastornos del sueño, según el neuropsicólogo James W. Prescott. En un estudio realizado por Moore et al., se evidencia cómo la deprivación del tacto provoca cambios epigenéticos, aumento del estrés y menos búsqueda de contacto físico, así como subdesarrollo físico y psicológico. En un estudio realizado por J. Luby et al., de la Washington University School of Medicine de Saint Louis, vemos como el tamaño del cerebro de niños criados con contacto y cariño difiere significativamente del de los que no lo reciben, siendo el de estos últimos notablemente inferior, así como presentando daños en amígdala e hipocampo, siendo más proclives a las adicciones, la violencia y la falta de empatía.

En palabras de Montagu:

“En un conocido experimento, Harlow informa de la conducta adulta de un grupo de cinco macacos Rhesus hembras que nunca habían tenido madre. Como madres, estas monas eran un caso perdido: dos mostraban una indiferencia absoluta hacia sus crías y tres las maltrataban de forma tan violenta que a menudo tenían que separarlas de ellas. Las señales normales y apropiadas de las crías para conseguir de sus madres una conducta maternal acababan en repulsa y rechazo, o incluso en un comportamiento brutal. Para Harlow, afirmar que «la falta de gratificación normal del contacto en la infancia puede imposibilitar que la hembra adulta muestre unas relaciones normales de contacto con su propia cría» sería una explicación excesivamente simplista y estamos de acuerdo. Por el contrario,ellos consideran que «el afecto materno en el mono es un sistema global muy integrado, no una serie de componentes aislados que varían de forma independiente (…) y dependen más de una experiencia social general que de experiencias específicas». La experiencia táctil es fundamental, pero no es la única necesaria para el adecuado desarrollo social de animales y humanos. Según parece, existe un sorprendente paralelismo entre la conducta de la mona huérfana hacia su cría y la de la madre humana que careció de cuidados maternos durante su propia infancia. Como los doctores Brandt, F. Steele y C. B. Pollock, de la Universidad de Colorado, hallaron al estudiar a los padres de niños maltratados en tres generaciones de familias, tales padres habían sido invariablemente privados de afecto físico durante su infancia. Asimismo, su vida sexual adulta era pobre en extremo. Las mujeres nunca habían experimentado un orgasmo y la vida sexual de los varones no era satisfactoria.

El paralelismo entre la conducta de la mona adulta huérfana y los desastres familiares sufridos por los padres que maltratan a sus hijos es abrumador. El doctor James Prescott, neuropsicólogo evolutivo del Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano de Bethesda, Maryland, cree que la principal causa de la violencia humana deriva de la falta de placer corporal durante los períodos de formación vitales: «La investigación reciente apoya que la privación de placer físico es el principal ingrediente en la expresión de violencia física. La asociación habitual de sexo y violencia proporciona una pista para entender la violencia física en términos de privación de placer físico». El doctor Prescott añade que, a diferencia de la violencia, las personas nunca parecen tener suficiente placer, por lo que buscan constantemente nuevas formas que en última instancia parecen sustituir los placeres sensoriales naturales del tacto. Experimentos de laboratorio han convencido al doctor Prescott de que la privación de placer sensorial es la principal causa y raíz de la violencia; se da una relación recíproca entre ellas: la presencia de una inhibe a la otra. La ira no es posible en presencia de placer. Un animal furioso y violento se calmará cuando los electrodos estimulen los centros de placer de su cerebro. El doctor Prescott sugiere que, durante el desarrollo, ciertas experiencias sensoriales crearán una posterior disposición neuropsicológica hacia una conducta de búsqueda de violencia o una conducta de búsqueda de placer (…). (…) En una serie de experimentos llevados a cabo por el doctor John D. Benjamin, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Colorado, un grupo de veinte ratas de laboratorio, a las que se proporcionó la misma cantidad, tipo de alimento y condiciones de vida, fueron acariciadas y tocadas por el investigador, mientras que se trató con frialdad al otro grupo. «Parece absurdo —comentó un investigador—, pero las ratas acariciadas crecieron y aprendieron más rápido.» Lejos de parecer absurdo, eso es exactamente lo que cabía esperar. El organismo vivo depende en gran medida de la estimulación del mundo exterior para crecer y desarrollarse. Estos estímulos deben, en su mayor parte, ser placenteros, al igual que deben serlo en el aprendizaje. Por consiguiente, como es de esperar, los animales que han sido tocados en la lactancia posteriormente tienden a ser menos emocionales en pruebas a campo abierto, donde defecan y orinan menos, y se muestran más dispuestos a explorar un entorno desconocido que los animales que no han sido tocados durante la lactancia. También son más capaces de aprender una respuesta de evitación condicionada. Así mismo, la experiencia táctil previa al destete también resulta en un mayor peso cerebral y en un mayor desarrollo del córtex y el subcórtex. Se ha hallado más colesterol y enzima colinesterasa en los cerebros de las ratas acariciadas en comparación con las no acariciadas, lo que indica un estado más avanzado de desarrollo neural, sobre todo en la formación de las vainas grasas que rodean las fibras nerviosas, las capas de mielina. Las ratas acariciadas mostraron más vivacidad, curiosidad y capacidad para resolver problemas que las ratas no acariciadas; también se mostraron más dominantes. El crecimiento corporal y del esqueleto es más avanzado en las ratas acariciadas que en las no acariciadas, el alimento se utiliza mejor y ya se ha citado que la evidencia muestra que los animales acariciados se mostraron menos emocionales ante situaciones estresantes. También se ha destacado que los animales acariciados mostraron, una vez adultos, un sistema inmunológico más eficaz que el de las ratas no acariciadas durante la lactancia. Se trata de un hallazgo notable. El mecanismo preciso se desconoce en la actualidad, pero se ha sugerido que hormonas sensibles al entorno afectarían el desarrollo de la función tímica, que desempeña un importante papel en el establecimiento de la competencia inmunológica. El hipotálamo, que influye en la regulación de la inmunidad, también podría tener cierto papel. Las caricias conducen a una maduración más rápida del eje pituitario-adrenal, es decir, del sistema de alarma y reacción del cuerpo.”

 

Pat Ogden, PhD, pionera en psicología somática y fundadora y directora de educación del Sensorimotor Psychotherapy Institute® (escuela reconocida internacionalmente especializada en enfoques somático-cognitivos para el tratamiento del trastorno de estrés postraumático y las alteraciones del apego) nos habla de la necesaria corregulación, previa a la autorregulación autónoma, que necesitan los bebés con sus figuras de apego (siendo la madre la principal):

“El cerebro en maduración de los bebés depende de ciertos comportamientos para auto-calmarse. Los bebés tienen algunas conductas regulatorias autodirigidas como la succión del pulgar, la evitación visual y la abstinencia. Sin embargo, estos comportamientos tienen una efectividad limitada. Esto se debe a que, para los bebés, el cerebro en desarrollo y las capacidades de autorregulación dependen de la presencia vinculante de sus cuidadores principales. Los más pequeños necesitan sentir o sintonizar con el estado regulado de su cuidador. Necesitan sentirse. En otras palabras, los bebés necesitan sus principales figuras de apego para la corregulación (también conocida como regulación interactiva). La calma del cuidador engendra la calma del niño. La sensación de bienestar de los padres, expresada sobre todo a través del tacto, nutre al bebé de energía relajante y los gestos táctiles del cuidador ayudan a desarrollar la corteza orbitoprefontal del niño y su capacidad para calmarse.”

También respecto a la corregulación, un estudio de Atkinson et al., realizado en 2016 sobre la fisiología del estrés en la infancia, el cortisol y la influencia de la sintonización madre-bebé, revela como esta última es imprescindible.

Es decir, es ahora, junto con lo ocurrido en embarazo, parto y postparto (que recordemos, puede alterar el equilibrio de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático) cuando vamos a sentar las bases para la memoria emocional de nuestro bebé, lo cual enlaza con lo que nos indica la teoría del apego, las investigaciones de Schore, etc. El cerebro maternal también se corregula con el del bebé, con un diálogo neurohormonal, generando oxitocina que refuerza el vínculo, activa las emociones y los circuitos del cuidado de la corteza temporal, a la par que facilita el aprendizaje del bebé con la formación de neuronas nuevas en el hipocampo. A su vez esto causa una sensación de calma y placer en el bebé (sistema parasimpático). (…)

(…) Además, el tipo de apego que se forme (que como decía, condicionará toda su vida) va a venir dado mayormente por la respuesta de la figura de apego principal (la madre) a las conductas de apego del bebé (llanto, despertares nocturnos, succión del pecho cuando hay lactancia materna, desplazamiento). Estas conductas son instintivas, destinadas a mantener la cercanía materna para sobrevivir, funcionando principalmente hasta el primer año de vida nuestro cerebro reptiliano, que se ocupa del comportamiento meramente instintivo, como demuestran los estudios del neurocientífico Paul MacLean, correspondiéndose con este desarrollo gradual, propio de nuestra especie. Estudios posteriores de reconocidos neurocientíficos, como Allan Schore, nos muestran además que este cerebro en desarrollo necesita de la corregulación emocional con la figura materna para impedir daños en los circuitos límbicos del cerebro derecho, impedir un desequilibrio dopaminérgico (que puede conducir a las adicciones a sustancias en la edad adulta), para sentar las bases de la respuesta al estrés futura, afectando al desarrollo de la amígdala (y con ella la memoria emocional amigdalar, que va a condicionar nuestra respuesta emocional de por vida) o del hipocampo (implicado en procesos importantes de aprendizaje y memoria). Según la “Teoría de regulación del afecto” de Schore, de nuestra relación diádica va a depender la interiorización del mundo como bueno o malo, nuestra percepción de seguridad. La sintonización y sincronización emocional madre-bebé va a condicionar nuestra capacidad de calmarnos cuando seamos adultos, incidiendo a nivel hormonal, biológico. Con una relación madre-bebé basada en el contacto se dará una estimulación del desarrollo de la porción orbito-frontal de la corteza prefrontal derecha, lo cual tiene que ver con la integración sensorial, las relaciones afectivas y la empatía, la capacidad de toma de decisiones y la seguridad, la formación de expectativas y el circuito cerebral de recompensa-castigo, a su vez relacionado con el abuso de sustancias y las adicciones, si no recibimos el tacto y la mirada que necesitamos cuando somos bebés y se produce un desequilibrio dopaminérgico en nuestro cerebro. Además, si no lo recibimos, Schore habla de muerte celular en centros afectivos, incapacidad para la adaptación en el futuro y una memoria emocional amigdalar que va a traernos muchos problemas.

En palabras de Schore:

“La explosión actual de los estudios de desarrollo son altamente relevantes para el problema del trauma temprano, singularmente las edades de la maduración en curso del cerebro / mente / cuerpo. Como Gänsbauer y Siegel han escrito, prolongados y frecuentes episodios de estrés en los bebés y los niños pequeños tienen efectos devastadores sobre “el establecimiento de una regulación psicofisiológica y el desarrollo de las relaciones de apego estables y de confianza en el primer año de vida” (1995, p. 294). (…) Desencadenan una alteración caótica de la emoción y del procesamiento del sistema límbico en un período crítico de crecimiento en la infancia. (…) Estos circuitos límbicos se encuentran en particular en el hemisferio derecho (Tucker, 1992; Joseph, 1996), todo lo cual se encuentra en una etapa de crecimiento en los dos primeros años de vida (Schore, 1994). Un deterioro en el desarrollo duradero de este sistema se expresaría como una limitación severa de la actividad esencial del hemisferio derecho: el control de las funciones vitales que sostienen la supervivencia y que permiten al organismo hacer frente de manera activa y pasiva a factores de estrés (Bacaladilla y Schweiger, 1993). Esta limitación estructural del cerebro derecho es responsable de la incapacidad del individuo para regular el afecto. Como Van Der Kolk y Fisler (1994) han argumentado, la pérdida de la capacidad de regular la intensidad de los sentimientos es el efecto de mayor alcance del trauma y el abandono temprano. El apego desorganizado que se ve en los bebés abusados y descuidados (Carlson et al., 1989; Lyons-Ruth et al., 1991). Esta patología severa del apego asociada al cerebro derecho está implicada en la etiología de un alto riesgo tanto para el trastorno de estrés post-traumático (Schore, 1997a; 1998c, e; 1999c, d; 2000d) como para una predisposición a la violencia relacional (Lyons-Ruth y Jacobvitz, 1999; Schore, 1999b). Main (1996) sostiene que las formas “desorganizadas” y “organizadas” de apego inseguro son los principales factores de riesgo para el desarrollo de los trastornos mentales. Perry describe una segunda reacción posterior al trauma del infante, la disociación, en la que el niño se desconecta de los estímulos en el mundo externo y asiste al mundo “interno”. La disociación del niño en medio del terror incluye anestesia, evitación, cumplimiento y afecto restringido. Se observa que los bebés traumatizados miran al espacio con una mirada vidriada. Perry et al. (1995) afirman que los ambientes traumáticos tempranos que inducen patrones atípicos de actividad neuronal interfieren con la organización de las áreas límbicas corticales y las relaciones, en particular, buscan funciones mediadas por el cerebro como el apego, la empatía y la regulación del afecto. Estas mismas funciones están mediadas por las áreas frontolímbicas de la corteza y, debido a su disfunción, las alteraciones afectivas son un sello distintivo de los traumatismos tempranos. Teicher (1996) informa que los niños con abuso físico y sexual temprano muestran anormalidades en las regiones frontotemporal y anterior del cerebro. Teicher concluye que al acentuar el desarrollo de la corteza prefrontal se detiene su desarrollo y evita que alcance una capacidad adulta completa. De hecho, los estudios neurobiológicos indican que el daño a la amígdala en la primera infancia se acompaña de cambios profundos en la formación de vínculos sociales y emocionalidad (Bachevalier, 1994). Estos efectos socioemocionales son duraderos y parecen incluso aumentar en magnitud a lo largo del tiempo (Malkova et al., 1997).” (…)”

(…) Atender al bebé cuando lo necesita, ofrecerle cercanía y contacto, es de vital importancia para el buen desarrollo de su psique. Aplicando métodos para “aprender a dormir” dejándolo solo en su cuna aumenta la probabilidad de desarrollar un apego inseguro de tipo evitativo. No podemos enseñar a dormir a los niños. El sueño es un proceso evolutivo que necesita maduración. Los despertares nocturnos son normales, no constituyen un problema de sueño como los vendedores de métodos quieren hacer creer. Inventarse un problema, después de haber sacado una supuesta solución de la que se sacan beneficios económicos no es ético. (…)

(…) Por supuesto que hay evidencia (y mucha) sobre lo dañino de estos métodos (para aprender a dormir), que desgranaré en este capítulo, ya que incide en la formación del apego al ignorar las conductas de apego, crea indefensión aprendida, alteraciones en un cerebro en desarrollo, etc. Toda la evidencia comentada en capítulos anteriores sobre la separación del bebé de la madre, el contacto de la piel, el apego (recordemos que se establece en función de nuestra respuesta a las conductas de apego, siendo una de ellas los despertares nocturnos, que además aumentan durante la noche), el desequilibrio dopaminérgico que se produce cuando no existe contacto materno (Schore) y demás, puede aplicarse a lo que ocurre cuando dejamos a un bebé sólo en su cuna. Además, dificulta o hace desaparecer la lactancia materna, y por lo tanto aumenta el riesgo de síndrome de muerte súbita del lactante (SMLS). No voy a citar toda la evidencia expuesta en capítulos anteriores por no repetirme, centrándome en otros estudios, pero es más que obvio que existe evidencia contraria a estos métodos, y mucha. Pero lo más grave es que no existe evidencia alguna sobre su inocuidad (todo lo contrario).

Por otra parte, el patrón del sueño del bebé es diferente al del adulto, del mismo modo que cuando somos ancianos también lo es. El patrón de sueño del bebé implica múltiples despertares para sobrevivir, ya que eso garantiza la cercanía de la madre. Por ello dejar a un bebé en su cuna para que “aprenda” a dormir (ya sabe hacerlo, con el patrón correspondiente a su edad) puede ser tremendamente dañino, ya que implica un modelo de estrés que puede convertirse en crónico. De hecho, puede sentar las bases para la depresión, la ansiedad y multitud de patologías futuras. Recordemos que la dependencia es necesaria y saludable en la especie humana. Siempre hemos dormido acompañados a lo largo de nuestra evolución, hasta hace muy poco, en comparación con la historia de nuestra especie. Opiniones hay muchas y muy respetables, biología hay una. El cerebro del bebé viene preparado para que se produzcan una serie de respuestas que, de no darse, pueden torcer este desarrollo, como hemos ido viendo a lo largo del libro. Y nuestra cultura choca frontalmente con las necesidades biológicas, especialmente en el tema del sueño. Los métodos para “aprender a dormir” son necesidades de los padres y de la sociedad capitalista, no de los bebés. (…)

(…) El contacto, la presencia, el afecto y la atención de las necesidades básicas de un bebé o niño, siendo la principal el afecto, moldean la formación del yo. En los casos en los que el afecto y la respuesta a la demanda no se producen, el yo no suele formarse, quedando un cascarón vacío. Y si no hay un yo, no hay otros en contraposición, con lo cual no hay empatía ni tolerancia. Todo esto, repito, se acrecienta de noche y cuando no se responde adecuadamente a una conducta de apego como es el llanto. De hecho, un bebé que duerme separado de su madre, no está durmiendo. Si le hacemos un electroencefalograma, veremos que no llega a completar el ciclo de sueño que necesita para su desarrollo cerebral, permanece en un “sueño” alerta, con lo que toda la integración y desarrollo que se producen durante el sueño, no se dan o se ven distorsionadas. El bebé está en una situación que percibe como amenazante para su supervivencia y se queda paralizado (Perry et al.), en alerta, no durmiendo plácidamente como nos dan a entender. Es decir, no sólo no están aprendiendo a dormir, sino que están interiorizando la base para futuros problemas de sueño. En palabras del neonatólogo Nils Bergman:

“Cuando el bebé duerme separado de su madre no duerme, se apaga; por eso no sigue el patrón fisiológico y hay que despertarle para comer. El comportamiento del bebé es organizado en el cuerpo de la madre y desorganizado fuera de él. Cuando el bebé se apaga en lugar de dormir porque está separado de la madre, no se produce el sueño REM. Para que el comportamiento sea fisiológico, el bebé tiene que estar en contacto con la madre. (…) (…) Los biólogos describen a los mamíferos como una especie que se desarrolla en una serie de hábitats (útero, contacto cuerpo a cuerpo con la madre, fratria, resto del mundo). El concepto básico es que, en cada uno de estos hábitats, el organismo en desarrollo está físicamente capacitado y neurobiológicamente programado para comportarse de manera que le permita satisfacer todas sus necesidades (Alberts, 1994); está dotado de las competencias requeridas, que se manifestarán espontáneamente en el hábitat para el cual está diseñado, y es este hábitat el que le proporcionará la satisfacción de sus necesidades. El hábitat determina así ‘el nivel de organización’ del cerebro, o sea, la capacidad de controlar correctamente el nivel de vigilia. El estudio con electroencefalogramas ha mostrado que la duración de un ciclo de sueño normal en una criatura recién nacida es de 60 a 90 minutos, y que la perturbación de estos ciclos produce estrés y patologías. Pero en los bebés un ciclo normal de sueño no puede ser observado más que si está en su hábitat normal, a saber, si están en contacto cuerpo a cuerpo con su madre.”

Citando a Lecannelier, sobre este estado de congelación:

“En un plano neurobiológico, el trauma causa alteraciones bioquímicas en el cerebro en desarrollo del bebé. Tal como se mencionó anteriormente, estas alteraciones producen muerte neuronal en las interconexiones entre las diversas áreas del sistema límbico (especialmente aquellas encargadas de las funciones de regulación tales como la corteza orbitofrontal, cingulado anterior y amígdala) y en las conexiones de este sistema con otras áreas del cerebro. Esto genera inevitablemente que el funcionamiento autorregulado del cerebro se vea severamente desorganizado (perdiendo su función adaptativa de regulación y organización tanto del medio interno como del ambiente externo). De un modo más específico, Schore plantea que el trauma relacional temprano desconecta la intercomunicación e interregulación entre la amígdala y la corteza orbitofrontal en el cerebro derecho (Schore, 2000). Esto implica que la corteza orbitofrontal deja de regular las activaciones de la amígdala, dejando a esta última que controle la conducta (en un estado de hiper-excitabilidad). Recordemos que la amígdala es la encargada del procesamiento emocional inmediato (especialmente de la emoción de miedo). Por ende, en situaciones de estrés, el cerebro funciona controlado por la amígdala (desregulado por la corteza orbitofrontal) generando sobre-reacciones emocionales de miedo y ansiedad (y hasta disociación y congelamiento). Desregulaciones continuadas de este tipo van desarrollando una hipersensibilidad del sujeto frente a eventos de estrés, estructurando las bases de la patología mental (Schore, 1997). Las investigaciones sobre las reacciones al trauma se encuentran en un estado bastante avanzado (Allen, 2001). En general, la respuesta psicobiológica de los infantes al trauma se compone de dos patrones característicos: hiperactivación y disociación (Schore, 2002a, b). En el inicio de la situación traumática, el bebé se encuentra en un estado de alarma en donde se activa el sistema simpático (aumento de la tasa cardiaca, presión sanguí nea y respiración). Conductualmente, el bebé llora, grita y está inquieto. El cerebro, por su parte, entra en un estado hipermetabólico que afecta la maduración de los diversos sistemas del cerebro (secreción aumentada de adrenalina, noradrenalina, dopamina, vasopresina y hormonas tiroides). El segundo patrón de respuesta consiste en la disociación, en la cual el infante se apaga con relación al mundo externo y se centra excesivamente en sus activaciones internas. Las conductas propias de este patrón de respuesta son la evitación conductual y afectiva, la complacencia, la hipoactividad y la afectividad restringida. Muchas veces, los niños en este estado parecen como si “fingieran estar muertos” con una consecuente experiencia de querer pasar completamente desapercibido. En el estado de disociación se activa el sistema parasimpático, el cual induce un estado de conservación de energía en donde se secretan opiáceos (para adormecer el dolor) y hormonas del estrés que inhiben la conducta (tales como el cortisol). Por lo tanto, observamos nuevamente la acción del SNA, pero esta vez en un desequilibrio e hiperactividad.”

Según la Dra. Linda Folden Palmer:

“Incluso una separación de la madre por un corto espacio de tiempo conduce a un elevado nivel de cortisol en los niños, indicativo de estrés. De hecho, después de un día completo de separación, los cachorros de rata muestran una alteración cerebral de la organización de los receptores químicos. Un estudio similar sobre ratas reveló que un día sin la madre doblaba el número normal de muerte de células cerebrales. Los hallazgos en animales demuestran que el aislamiento de la madre, la reducción de la estimulación por contacto físico y la retención de la lactancia materna tienen consecuencias bioquímicas permanentes en el cerebro. Correlacionando estos hallazgos con las investigaciones sobre comportamiento humano, encontramos qué acontecimientos conllevan a un estrés crónico y a sus consecuencias permanentes:

-Dejar llorar al niño sin atención ni afecto de los padres.

-No alimentar al bebé cuando está hambriento.

-No reconfortar al bebé cuando está perturbado o acongojado.

-Limitar el contacto físico durante la alimentación, a lo largo del día y durante las partes más.estresantes de la noche.

-Bajos niveles de atención humana, estimulación, “conversación” y juego.

Cuando esto ocurre con regularidad, puede desembocar en liberaciones crónicas de altos niveles de hormonas de estrés, así como bajos niveles de hormonas favorables. Todas estas prácticas vienen siendo promovidas durante el último siglo en forma de horarios planificados de comidas, “no malcríes al bebé”, alimentación con biberón y separación física de día y de noche. Mientras que es evidente que la carga genética y las experiencias vitales influyen en el comportamiento, se ha demostrado que las experiencias durante la infancia tienen el más fuerte y persistente efecto en la regulación hormonal, respuesta al estrés, y comportamiento adulto.”

La segregación de cortisol puede provocar cambios cerebrales (un niño solo en su cuna, llore o no llore, está segregando cortisol). Si cogemos una muestra de saliva midiendo el cortisol (hormona del miedo y el estrés), la cantidad segregada, llore o no, por el niño será la misma, al estar separado de su madre (de noche hay que enseñarle a dormir y de día no le cogemos en brazos porque se acostumbra). Daña las conexiones neuronales, puede ser neurotóxico y, de hecho, incide directamente perjudicando los procesos de aprendizaje y memoria que se localizan en el hipocampo, que se atrofia con el cortisol. La amígdala también se ve afectada. Con lo cual, en un cerebro en desarrollo, esto puede predisponer a esa persona a sufrir ansiedad y depresión toda su vida. Y un hipocampo atrofiado, lo cual significa que esa persona puede tener afectados los procesos de aprendizaje y memoria. Se puede consultar el estudio de J. Luby et al. (Washington University School of Medicine de Saint Louis), donde además se contrastó que el cerebro de niños de 3 años difería en tamaño y funciones si el niño había recibido esa atención o no. Los niños que no la habían recibido tenían un hipocampo (como comento, clave en los procesos de aprendizaje, memoria y gestión del estrés) significativamente menor. Seguramente serán niños menos inteligentes y más propensos a la violencia y la falta de empatía. También se puede predisponer a ese bebé hacia deficiencias en el funcionamiento del sistema inmune, osteoporosis, posibilidad de anorexia nerviosa, síndrome de Cushing, incremento de la presión sanguínea, entre otros. Actualmente, Amenabar, Tamez y Rúa, de la Universidad del País Vasco, están realizando un estudio para evaluar la relación de la aplicación de estos métodos antinaturales con la psicopatía, los trastornos del apego y la falta de empatía. Existe una alteración en el patrón normal de cortisol en niños que son separados en períodos controlados (Spangler y Grossmann, 1999; Herts gaard, Gunnar, Erickson y Nachmias, 1995), tal y como proponen los métodos de aprendizaje del sueño. Lecannelier narra, sobre unos de los estudios de Megan Gunnar, muy similar a la metodología de adiestramiento del sueño:

“La mayoría de los estudios realizados en ratas implica el uso de estrategias de investigación que perturban la relación madrecría y su entorno (Gunnar, 2000). Dado que el cerebro de la rata nace inmaduro (y por ende, es dependiente de la experiencia, al igual que el cerebro humano) los mayores efectos en el estrés ocurren durante las primeras semanas de vida. Esto implica que el desarrollo del sistema de estrés es muy maleable y plástico frente a las experiencias que ocurran durante esos primeros días. En términos metodológicos, los procedimientos de manipulación generalmente consisten en tomar las crías, sostenerlas por unos minutos, y después volver a depositarlas en la jaula. Este procedimiento se puede repetir cada día por un número determinado de minutos, durante el primer mes de vida. Otras estrategias incluyen sacar a la madre de la jaula por unos minutos, o simplemente aplicar un “protocolo de separación maternal”, en donde la madre y su cría están separados hasta 24 horas. Sea cual fuere el procedimiento, los resultados de estos estudios arrojan que la respuesta de estrés se ve enormemente alterada. Por ejemplo, las ratas poseen menos CRH hipotalámico y amigdalar, conductas de evitación y pocas elevaciones de cortisol. En la edad adulta, tienden a ser más temerosas, y producen respuestas de estrés altas y prolongadas. Gunnar se pregunta cómo es que los episodios de separación pueden producir estos efectos en la respuesta de estrés (Gunnar, 2000). Ella plantea que, “al parecer, el mecanismo responsable de la organización del sistema de estrés puede ser encontrado en el cuidado materno” (Gunnar & Cheatham, 2003, p.202).”

Un bebé no sabe que estamos en el siglo XXI. Él es instinto, predomina su cerebro primitivo, lo cual quiere decir que no existe el razonamiento y percibe lo mismo que nuestros ancestros: si no demando esa cercanía o que cubran mis necesidades, moriré de hambre, frío o a manos de un depredador. El no atender el llanto o las necesidades del bebé puede traer consecuencias psicológicas graves.

Según el psicólogo Martin E.P. Seligman, cuyo libro Indefensión es de obligada lectura en las facultades de Psicología, formando parte del temario básico y estando su contenido ampliamente contrastado por múltiples estudios citados en él (Maier et al., Seligman y Beagley, Seligman y Maier, Thomas y Balter, Masserman, Seward y Humphrey, Zielinski y Soltysik, Solomon et al., Anderson et al., Toledo y Black, Dinsmoor y Campbell, Looney y Cohen, Mullin y Mogenson, etc. Incluye referencias a estudios en humanos como los de Hiroto y Seligman, Krantz et al., Fosco y Geer, Miller y Seligman, Racinskas, Roth y Kubal o Thorton y Jacobs):

(Hablando del bebé)

“Cuando realiza una respuesta, puede que produzca un cambio en el ambiente o que sea independiente de los cambios que ocurran. A algún nivel primitivo, el niño calcula la correlación entre respuesta y resultado. Si la correlación es cero, se desarrollará indefensión. Si la correlación es altamente positiva o altamente negativa, ello significa que la respuesta funciona y el niño aprende o a ejecutar más veces la respuesta o a dejar de hacerlo, dependiendo de si el resultado correlacionado es bueno o malo.”

Hasta aquí es donde debieron leer, si es que lo hicieron, los creadores de estos métodos para que los padres duerman. Pero es que tras ese punto y seguido, el texto continúa así:

“Pero, por encima de esto, aprende que la respuesta funciona, que en general hay una sincronía entre respuestas y efectos. Cuando hay desincronía y está indefenso, deja de ejecutar la respuesta y aprende además que, en general, es inútil responder. Ese aprendizaje tiene las mismas consecuencias que la indefensión en los adultos: no iniciación de respuestas, disposición cognitiva negativa y ansiedad y depresión. Pero esto mismo puede ser más desastroso para el niño al producirse en el momento en que están fraguando sus cimientos, en la base de su pirámide de estructuras emocionales y motivacionales.”

Seligman continúa más adelante:

“Igual que los ancianos, los niños probablemente puedan percibir cuán indefensos están. R.Spitz (1946) fue el primero en dar cuenta del fenómeno de la depresión anaclítica. Como ya se señaló en el capítulo anterior (p.204), dos son las condiciones que lo produjeron: si los bebés eran criados en una inclusa con un grado mínimo de estimulación, se volvían apáticos y poco responsivos. Alternativamente, cuando bebés entre los seis y los ocho meses de edad eran separados de sus madres encarceladas, también se desarrollaba la depresión (Bowlby, Kaufman y Rosenblum, Suomi y Harlow). De los noventa y un niños que manifestaron hospitalismo en una inclusa, treinta y cuatro murieron a lo largo de los dos años siguientes. La muerte fue producida por infecciones respiratorias, sarampión y trastornos intestinales. Es poco probable que las condiciones de la institución fuesen tan malas como para producir una tasa de mortalidad del cuarenta por ciento. Pero, ¿qué significan la ausencia de estimulación y la separación de la madre para un niño que se encuentra en la edad en la que está desarrollando el control instrumental? Indefensión. Llegados a este punto, no debería sorprendernos comprobar que su consecuencia es una mayor susceptibilidad a la muerte.”

Seligman, por cierto, era conductista. Incluso en esta corriente de la psicología se habla de lo devastador para el niño que puede ser caer en la indefensión aprendida, en la que precisamente se basan los métodos para “aprender a dormir”, consistentes en que el niño vaya viendo que de nada sirve la manifestación de sus conductas de apego (generando a su vez un apego inseguro) para que poco a poco se resigne a dejar de llorar o a permanecer solo y en alerta continua (aunque nos parezca que duerme) en su cuna. En algunos de los estudios citados en el libro (Braud et al., Hiroto y Seligman), vemos como la indefensión aprendida además se generaliza a otros momentos durante toda la vida de la persona (especialmente si esta indefensión se genera de bebé, como ocurre con los métodos de adiestramiento del sueño), minando la capacidad de respuesta y reacción (lo cual también podemos relacionar fácilmente con la reacción vegetativa que se produce en la respuesta de congelación que describe Porges en su Teoría Polivagal), o cómo la indefensión entorpece la capacidad de aprendizaje (Miller y Seligman), lo cual es devastador en un cerebro en desarrollo. En un estudio de Thomas et al., vemos como la indefensión produce perturbaciones emocionales en humanos (de nuevo quiero recalcar que en bebés se añade la gravedad de que es un cerebro en formación).

El niño se resigna, se rinde, deja de demandar, porque haga lo que haga no van a atenderle y eso viene de la mano, de nuevo, del cortisol, de la depresión, de la ansiedad, de las pesadillas, de los terrores nocturnos, de los problemas de sueño, etc.

La separación del bebé de su madre no es inocua, como hemos visto en capítulos anteriores. Especialmente si tiene menos de 9 meses, aunque esta dependencia saludable y propia de nuestra especie se extiende hasta los primeros tres años. En un estudio del año 2006 realizado por Hoffer (“Psychobiological Roots of early Attachment”) podemos ver como la separación del bebé de su madre genera muchísimo estrés en este último, por supuesto tanto de día como de noche. El niño necesita a su madre para corregularse física y emocionalmente. Recordemos lo que ocurre en el cerebro en desarrollo del bebé, cómo es ahora cuando van a sentarse esas bases para que el entorno sea seguro y proveedor de calma y contacto, o todo lo contrario. Cómo eso puede predisponernos a un desequilibrio en el sistema nervioso (predominio del simpático), mayor tendencia al estrés, la ansiedad, la sensación de inseguridad, la alteración de nuestro sistema dopaminérgico y, por tanto, una mayor tendencia a las adicciones, como recordemos decía Allan Schore, al que cito de nuevo hablando de los efectos del estrés de un bebé en un entorno que percibe como peligroso, como en la soledad de la cuna:

“Bajo estrés, un sistema regulador orbitofrontal inmaduro en el desarrollo daría paso a un modo no recíproco de control autónomo acoplado (Berntson et al., 1991). El resultado es un estado intensamente elevado de excitación tropotrópica simpotrósica ergotrópica más parasimpática, el mismo patrón de respuesta al trauma infantil de Perry. Aunque la inervación vagal y simpática derecha del corazón provoca, respectivamente, una disminución y un aumento de la actividad cardíaca, la estimulación simultánea produce un gasto cardíaco y un flujo sanguíneo aórtico aún mayores (Koizumi et al., 1982). Conductualmente, esto es como “conducir el acelerador y el freno al mismo tiempo”, y la activación simultánea de hiperexcitación e hiperinhibición da como resultado la “respuesta de congelación”.

Estudios de primates por Kalin et al. (1998) muestran que la congelación en los bebés, que se produce por el contacto visual, se correlaciona con la actividad EEG frontal derecha extrema y los niveles altos de cortisol basal. Este patrón, que se midió por primera vez a fines de la infancia, perdura durante el resto de la vida como un temperamento temeroso. Los niños temerosos extremadamente inhibidos muestran una mayor actividad simpática y un aumento en los niveles de cortisol (Kagan, Reznick y Snidman, 1987). En pacientes neurológicos, el estado vegetativo se caracteriza como una “pérdida completa de atención al mundo externo” (Laureys et al., 2000), una descripción que hace eco del concepto psiquiátrico de disociación. Propongo que la inhibición masiva del sistema vagal vegetativo del motor dorsal media la disociación, un mecanismo defensivo primitivo que ha estado implicado durante mucho tiempo en la psicopatogénesis inducida por el trauma (Janet, 1889; Chu y Dill, 1990). Porges afirma que el núcleo motor dorsal del vago “contribuye a estados emocionales severos y puede estar relacionado con estados emocionales de ‘inmovilización’ como el terror extremo” (1997, p.75). La descripción de Perry del cambio de estado repentino del bebé traumatizado de hiperactivación simpática a disociación parasimpática se refleja en la caracterización de Porges de la transición repentina y rápida de una estrategia fallida de lucha que requiere activación simpática masiva al estado inmovilizado metabólicamente conservador que imita la muerte asociada con el complejo vagal dorsal (1997, p.75). Clínicamente, la disociación se describe como “una sumisión y resignación ante la inevitabilidad de un peligro abrumador, incluso psíquicamente amortiguador” (Davies y Frawley, 1994: 65).” (…)

Como de costumbre, por el rechazo a lo vivo, por la necesidad inconsciente de romper la simbiosis materno infantil y por los intereses comerciales, carentes de toda ética, se da la vuelta a las cosas. Se nos convence de que los niños necesitan ser adiestrados en algo completamente natural. Tendríamos que dejar de justificarnos con evidencia científica (aunque la haya) que avale el no separarnos de nuestros bebés ni de día ni de noche y exigir a los creadores de los métodos para “aprender a dormir” que demostrasen que no son perjudiciales. Así como con todo aquello que pretenden que les hagamos a nuestros hijos. El ser humano lleva toda su historia durmiendo de modo conjunto, y no hay que irse muy lejos, nuestros padres lo hacían también debido al tamaño de las casas y al número de hijos. Lo que es una moda de nueva implantación y, por tanto, debe ser demostrada su inocuidad son estos métodos carentes de toda ética. Por otro lado, ¿cómo pretendemos enseñar a dormir a bebés que ya dormían en el útero materno? Los bebés ya saben dormir. Lo que no saben, ni necesitan, es dormir a la hora que nos viene mejor a los adultos. Forzar esto es antinatural y tiene consecuencias.

Citando a Lloyd deMause:

“Los traumas provocados por el desamparo pueden dañar severamente el hipocampo, matando neuronas (causando lesiones). Este daño es causado por la liberación de una cascada de cortisol, adrenalina y otras hormonas de estrés segregadas durante el episodio traumático, que no solo dañan a las células cerebrales sino también la memoria y ponen en marcha una desregulación duradera de la bioquímica cerebral. Se cree que la abundancia de repetidas oleadas de estas sustancias químicas y hormonas en el cerebro es la causa de la reducción de la producción normal de serotonina y de la insensibilización de la amígdala, afectando a la capacidad de respuesta a una situación de miedo. Por ejemplo, los animales que han sido traumatizados de jóvenes crecen más agresivos con menor producción de vasopresina, que regula la agresión y menores niveles de serotonina, que es conocida comúnmente como un neurotransmisor calmante. Un bajo nivel de serotonina es el indicador más importante de violencia en animales y humanos, y se ha relacionado con tasas altas de homicidios, suicidios, piromanías, desórdenes antisociales, auto mutilaciones y otros desórdenes agresivos.” (…)

(…)T. Lewis, F. Amini y R. Lannon dicen en A Theory General of Love: “A pesar de que suena extravagante para algunos oídos americanos, la exposición a los padres puede mantener vivo a un bebé durmiendo“. J. Swain hace referencia a que el cerebro de madres y padres se activa con el llanto del bebé, activación que produce la conducta inmediata de coger al bebé y consolarlo. Morgan, Horn y Bergman aportan los siguientes datos sobre el sueño separados en su artículo “Should neonates sleep alone?”: Aumento de 176% en la excitación autonómica ansiosa, disminución del 86% en la duración del sueño profundo durante el sueño en separación en comparación del sueño en contacto piel a piel. Y es que puede producirse un desequilibrio entre el sistema nervioso simpático y el parasimpático, con una tendencia a la simpaticotonía y, por lo tanto, mayores niveles de estrés (con las consecuencias que esto tiene para el desarrollo), nerviosismo, activación, lo cual puede llegar a derivar en un estado de hipervigilancia en el que al niño le cueste muchísimo tranquilizarse y conciliar el sueño. Además, con la segregación de cortisol el cuerpo va a segregar endorfinas para equilibrar, tendiendo a la larga a necesitar un alto nivel de activación para poder llegar a dormirse. Esta combinación de cortisol y endorfinas, en ocasiones, provoca que el niño llegue a vomitar, lo cual es interpretado como “manipulación” por los defensores de los métodos para “aprender a dormir”.

Dormir separado de la madre facilita que la lactancia materna desaparezca (no es casual que haya empresas dedicadas a la venta de leche artificial que patrocinan estos métodos). Esto es básico: si un bebé no mama se deja de producir leche. Si no mama en toda la noche, va a ir desapareciendo esa lactancia materna, que se ha contrastado protege contra el SMSL (Síndrome de muerte súbita del lactante). (Revisión publicada por L. Landa Rivera et al.: “El colecho favorece la práctica de la lactancia materna y no aumenta el riesgo de muerte súbita del lactante. Dormir con los padres”). (…)

(…) colechar favorece la lactancia materna (como evidencian estudios como el de Gettler y McKenna en 2011, o el de Blair et al.), la cual previene el SMLS. No hay más que ver la baja tasa de SMLS que hay en los países donde el colecho es una práctica habitual. (…)

(…)Además, como comentaba anteriormente, pese a ser una especie altricial (dependiente del adulto durante mucho tiempo), la leche humana tiene características de especie precocial, es decir, pese a ser el mejor alimento que pueden recibir nuestros bebés, tiene menos aporte alimenticio que la leche de otros animales. Con lo cual, nuestras crías necesitan alimentarse con mayor frecuencia, de noche también. La leche materna además es rica en triptófano, que facilita el sueño. Es habitual que los consejeros agoreros vaticinen el futuro de nuestros hijos diciendo que “sólo saben dormirse a la teta”, pero es que resulta que es normal, es algo que desaparece por sí solo con el tiempo y no les perjudica en absoluto. Además, dormir pegadito a mamá favorece la termorregulación, una correcta frecuencia cardíaca, la progresiva adquisición del patrón de sueño adulto, etc. El olor y la respiración materna tranquilizan al bebé.

Montagu, en El sentido del tacto, indica lo siguiente:

“Las crías de simio permanecen en contacto constante con el cuerpo de la madre durante los primeros cuatro o cinco meses que siguen al nacimiento. A diferencia de los mamíferos que llegan al mundo relativamente poco desarrollados y permanecen en el nido u hogar preparado por la madre, o los denominados nidículos o nidífugos que nacen tan desarrollados que pueden seguir a sus padres o incluso arreglárselas solos, las crías de simio son del tipo que se agarra a la madre; todos los monos y simios lo son. En condiciones de peligro, la supervivencia depende de que sean capaces de asirse al pelaje materno, de forma que ésta pueda transportar a la cría en su huida. Como otras crías de primate, el lactante humano también es del tipo que se agarra a la madre y debe transportarse en contacto continuo con el cuerpo materno durante su primer período de vida. Como ha señalado el doctor Wolfgang Wickler, distinguido etólogo de la Universidad de Munich, todo el repertorio conductual del bebé está adaptado para ello. El bebé se agarra a la madre, especialmente a su cabello. El bebé se vuelve indefenso sólo cuando se le separa de la madre. Como dice Wickler: «No es biológico colocar a nuestros bebés en cunas estáticas y con barrotes; síntoma de ello es que los bebés lloran de soledad con una frecuencia anormal en nuestra cultura, mientras que esto apenas sucede entre los pueblos primitivos».”

En Evolución, experiencia temprana y desarrollo humano, Darcia Narváez (profesora de Psicología), Jaak Panksepp (psicólogo y neurocientífico), Allan Schore (neuropsicólogo) y Traci R. Gleason (profesora de Psicología del desarrollo) indican lo siguiente:

En los primeros años de la vida, el cerebro derecho forma sus circuitos emocionales y estructuras en colaboración con los cuidadores (para una revisión, ver Schore, 1994, 2001b 2003; 2012). Los cuidadores responsables, en la corregulación mutua, configuran el cerebro infantil para la autorregulación dentro y a través de múltiples sistemas sensoriales (por ejemplo, respiratorio, hormonal), influyendo en múltiples niveles de funcionamiento (Hofer, 1994) y estableciendo patrones emocionales que promueven la confianza y la salud mental. El desarrollo inicial del cerebro derecho, que está formado por la relación de apego y dominante para el procesamiento de información emocional basada en el cuerpo, está profundamente conectado con el sistema nervioso autónomo (Schore, 2005), proporcionando una base sólida para una personalidad emocionalmente bien integrada (McGilchrist, 2009; Nadel y Muir, 2005). La teoría polivagal de Porges detalla cómo las experiencias tempranas de vinculación programan las ramas simpáticas y parasimpáticas del desarrollo del sistema nervioso autónomo de los bebés, configurando así la reactividad social y emocional posterior (Carter y Porges, 2013; Porges, 2007). De hecho, la atención receptiva con patrones de comunicación corregidos se relaciona con el buen tono vagal parasimpático, que es fundamental para el buen funcionamiento de los sistemas digestivo, cardíaco, respiratorio e inmune, así como para los sistemas emocionales (por ejemplo, Donzella, Gunnar, Krueger y Alwin, 2000; Proper et al., 2008; Stam, Akkermans, & Wiegant, 1997). La crianza no receptiva conduce a un tono vagal deficiente (por ejemplo, Calkins, Smith, Gill y Johnson, 1998; Porter, 2003). Otros sistemas también se ven afectados negativamente. Por ejemplo, tener una madre deprimida (cuyas respuestas de nutrición son limitadas) altera el funcionamiento del eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal (HPA, por ejemplo, Beatson y Taryan, 2003; ver Dawson, Ashman y Carver, 2000, para una revisión).

Desafortunadamente, es un error cultural muy común, originario parcialmente de la tradición conductista, considerar un comportamiento de crianza aceptable e incluso apropiado el dejar a los niños llorar para que aprendan a dormir solos (Gethin & MacGregor, 2009). Cuando los niños se dejan llorar sin el consuelo de sus cuidadores sus cerebros se inundan con hormonas del estrés potencialmente neurotóxicas, como el cortisol (Blunt Bugental, Martorell, & Barraza, 2003; Gunnar & Donzella, 2002). Los opiáceos endógenos cerebrales, responsables de la sensación de bienestar, disminuyen con la tristeza (Zubieta et al., 2003) y los circuitos de dolor físico se activan (Eisenberger, Lieberman, & Williams, 2003; Panksepp, 2003). Con el tiempo, cuando estas experiencias son frecuentes y duraderas, la respuesta al estrés del cerebro puede verse afectada y producirse un exceso de sensibilidad y actividad (Anishman, Zaharia, Meany, & Meraly, 1998), produciendo una predisposición a la depresión clínica y la ansiedad (Barbas, Saha, Rempel-Clower, & Ghashghaei, 2003; De Kloet, Sibug, Helmerhorst, & Schmidt, 2005; ver Watt & Panksepp, 2009 para una revisión), malos resultados en la salud física y mental y envejecimiento prematuro y mortalidad (Para una revisión, Preston & Waal, 2002). Un sentimiento de angustia persistente y frecuente durante los periodos sensibles de la infancia temprana reduce la expresión de los genes del ácido gamma-aminobutírico (GABA), lo que produce desórdenes de ansiedad y depresión, a la vez que aumenta el riesgo de consumo de alcohol como respuesta de alivio al estrés (Caldji, Francis, Sharma, Plotsky, & Meany, 2000; Hsu et al., 2003). La desregulación emocional crónica sienta las bases para psicopatologías más graves (Cole, Michel, & Teti, 1994; Panksepp & Watt, 2011), especialmente la depresión. La desregulación emocional en la infancia está relacionada con patologías mentales posteriores, incluyendo la propensión a la violencia (Davidson, Putnam, & Larson, 2000). El estrés que produce un apego inseguro rompe el funcionamiento emocional, compromete las habilidades sociales y puede promover una inclinación emocional permanente hacia una actitud de autodefensa ansiosa (Henry & Wang, 1998; además ver Schore, 2009, para una revisión). Se ha demostrado que los cuidados cálidos y receptivos, según se ha estudiado ampliamente (aunque definidos de manera variable, véase Richman, Miller y LeVine, 1992), tienen múltiples efectos positivos (Fleming, Mileva-Seitz y Afonso, 2013). Los niños criados así desarrollan sistemas que responden bien a los opiáceos endógenos y a la oxitocina, dando lugar a una mejor regulación del estrés (Por ejemplo, Fleming, O´Day, & Kraemer, 1999; Heim & Nemerof, 2001; Liu et al., 1997; Uvnas-Moberg, 1997). Una crianza respetuosa con sus necesidades ayuda a los niños a regular su sistema de activación al estrés ante sí mismos (Haley & Stansbury, 2003) y ante los demás (Schore, 2003), a la vez que está relacionada con una mayor capacidad moral y un desarrollo más temprano de la conciencia (Kochanska, 2002). Un tono vagal bien establecido en los adultos está relacionado con la compasión y comprensión hacia los demás (resumido por Keltner, 2009). De la misma manera, los niños con un tono vagal alto son más cooperativos y generosos (para una revisión, ver Eisenberg & Eggum, 2008). Y cuando esto se combina con un aumento de la actividad en los sistemas de afecto positivos en el cerebro, el tono vagal alto promueve la felicidad (Sheldon, Kashdan, & Steger, 2011), como oposición al dolor psicológico prolongado (MacDonald & Jensen-Campbell, 2011).”

Así lo confirma también el estudio de 2012 “Cortisol regulation in 12 month-old human infants: Associations with the infants’ early history of breastfeeding and co-sleeping“ (Roseriet Beijers et al.): los niños que habían colechado y lactado durante al menos el primer año regulaban significativamente mejor el cortisol (medido en saliva) al realizar el experimento de la situación extraña de Ainsworth. En otro experimento realizado en 2016 con bebés de tres, seis y nueve meses por Philbrook et al., sobre la separación materna a la hora de dormir, vemos como esta separación y la ausencia de respuesta a las conductas de apego del niño (despertares, llanto) genera un aumento de cortisol y lo que es peor, un patrón.

Creo que tamaña cantidad de evidencia científica es incontestable. Lo triste es que no lo leeran, o si lo hacen, lo ignorarán. Sólo espero que este escrito llegue a muchísimas familias, que ayudéis a su difusión, que aunque sean unos pocos bebés y niños los que reciban lo que realmente necesitan, unas pocas familias que sepan que lo que sienten está basado en realidades y no deben hacer lo que les aconsejan, habrá merecido la pena. Porque marcará la diferencia en sus vidas.

Existe una petición en Change que podéis firmar:

Y un Manifiesto creado por el CESI (Centro de Estudios del Sueño Infantil) que también podéis firmar:

Se que es habitual que escuchemos estos consejos infundados, pero es importante que no lo dejemos pasar. La normalización de estas acciones, o decir que hay “diferentes técnicas”, hace muchísimo daño. Esta claro que cada cual cría como puede o quiere, pero, como decía más arriba, biología hay una. Tu bebé necesita que le cojas en brazos, que le acunes, que le mires, que acudas siempre que lo necesite (es más, lo que necesita es estar junto a ti, ¡no le haces mal! Todo lo contrario).

Laura Perales Bermejo. Psicóloga y madre.

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